Fui a un colegio de agustinos, estudié en una universidad jesuita, viví mi proceso de maduración en la fe en una parroquia dinamizada por claretianos y me formé como educador en una escuela de escolapios. Muchos de los agustinos de mi colegio habían regresado de ser misioneros en Colombia y en la selva en Iquitos, Perú. Recuerdo con cariño y admiración sus testimonios personales de haber vivido en la selva, de haber sobrevivido a sanguijuelas, guerrillas y terremotos. Varios curas de mi parroquia habían estado de misioneros en Ecuador en los setenta, ligados al movimiento de Comunidades Eclesiales de Base, y replicaban los mismos métodos de catequesis y reflexión a la luz del Evangelio (Revisión de Vida: Ver, Juzgar, Actuar) con nosotros durante el proceso de preparación para la confirmación que duraba cuatro años. A los campamentos de verano, venía a celebrar la eucaristía el Padre Basilio, mi profesor de matemáticas, que se ponía una estola andina, posiblemente de su estadía en Colombia.
A la edad de 14 años, a inicios de los noventa en España, hubo un movimiento impulsado por las ONGDs para exigir al gobierno central un 0,7% de su PIB a Cooperación al Desarrollo. Acampadas en las plazas de las ciudades, marchas multitudinarias, grupos autoorganizados en colegios, parroquias y universidades. Fuimos la generación del CeroSiete. No logramos el compromiso político de las autoridades de la época. Pero sí logramos que múltiples gobiernos autónomos y municipales se subieran al carro y dedicaran un 0,7 % de sus presupuestos a cooperación descentralizada. Y el impacto más duradero fue una generación de jóvenes sensibilizada y comprometida de por vida por la solidaridad internacional. Aquel movimiento derivó en un boom de las ONGs españolas en la década de los noventa, gracias a la inyección de fondos, y una generación motivada y comprometida con ese activismo. Esto fue acompañado de una profesionalización de la gestión de la cooperación y la acción humanitaria, y una creciente oferta de programas formativos en esa línea.
En aquel tiempo, yo participaba como voluntario en un club de educación en el tiempo libre y a los 16 años me estaba formando como monitor educador de tiempo libre en la escuela Iturralde, asociada al Colegio de Escolapios de Bilbao, que era como un diplomado en pedagogía del tiempo libre donde teníamos módulos de educación para la paz, educación para el desarrollo, educación ambiental, y dinámica de grupos. Desde muy jóvenes leíamos a Paulo Freire, María Montessori, Freinet y otros pedagogos. El módulo de Educación para el Desarrollo y las dinámicas que allí aprendimos -el banquete del mundo, la dinámica de los cubos, la historia de los Papalagi, una lectura crítica al eurocentrismo de los comics de Tintín, la proyección del mapamundi de Peters- fueron especialmente significativos para mí, porque me mostró una forma de aproximarme a las problemáticas del desarrollo, la pobreza y la desigualdad desde otros enfoques y perspectivas.
Así que cuando tuve que elegir carrera, estaba muy conmovido por las noticias sobre la pobreza en el entonces llamado “Tercer Mundo”, intuía que para poder incidir en esas realidades había que comprender la economía.
Tuve muchos y muy exigentes cursos de Microeconomía, Macroeconomía, Econometría, Análisis Multivariante, Política Económica. Incluso como estudiantes nos organizamos y recogimos firmas e hicimos una propuesta para incorporar una nueva asignatura electiva de Economía del Desarrollo, que fue impartida por el profesor Bernardo García-Izquierdo, figura que fue muy significativa como referente en aquel tiempo, por su cercanía como docente. El único profesor jesuita de la carrera, José Manuel Barrenechea, además de enseñarnos Microeconomía, nos impartió un curso de Filosofía Social de la Economía. El fue el primero que nos introdujo a palabras la epistemología, y a tener una mirada crítica sobre la capacidad de los modelos para explicar la realidad.
Durante la carrera, me uní como voluntario a AIESEC, donde descubrí que podía poner las herramientas de gestión que la carrera me entregaba al servicio del desarrollo sostenible, que para mi equivalía a la construcción del Reino, una eutopía de justicia, paz y equilibrio con la naturaleza. Recuerdo que pude escuchar una conferencia de Jon Sobrino, de la UCA de El Salvador, a quien escuché por primera vez la distinción sobre los “empobrecidos” , término que en voz pasiva que implicaba un complemento agente, entregando una responsabilidad a los enriquecidos.
Atraído por América Latina, en 1999 me fui de intercambio a México a estudiar una especialidad en gestión intercultural en el Tec de Monterrey. Allí, al finalizar mi práctica en una multinacional francesa, me sumé como voluntario a una iniciativa de animación sociocultural itinerante en la Sierra Norte de Oaxaca, donde pude convivir con comunidades zapotecas, donde comprendí en persona el significado de la dignidad, aun en condiciones que serían calificadas como "pobreza" por economistas occidentales.
Después de terminar la carrera, quien había sido mi profesor de Macroeconomía, Juan Francisco Santacoloma, -que fue autor del libro más grueso de España sobre la materia, fue parte del comité que me adjudicó la Beca de la Cátedra UNESCO de formación de Capital Humano para América Latina, que me trajo a Chile para trabajar en la Fundación Vasco Chilena para el Desarrollo, como asesor técnico en Cooperación.
Como joven recién licenciado en económicas, quería comprender en persona el entonces llamado milagro económico chileno: cómo era posible que un país hubiera sido capaz de reducir la pobreza a la mitad en una década. Aquí pude conocer los matices, las luces y las sombras del modelo chileno y su posterior evolución, aún en marcha. Pero también viví experiencias vitales que cuestionaron mis propias creencias.
Durante mi primer año en Chile visitando proyectos locales me tocó conocer realidades muy diversas urbanas, y rurales, del centro, norte y sur, desde La Legua hasta Chiloé, desde Culiprán hasta Curarrewe. Conocí al Padre Mariano Puga en La Legua, las cooperativas pewenche de Curarrewe impulsadas por el escolapio vasco Iñaki Arriola, la primera red de agroturismo de Chiloé liderada desde Ancud por la Sra María Luisa Maldonado, y otras iniciativas de economía solidaria, término acuñado por Luis Razeto.
Tras dar mi primera charla sobre Responsabilidad Social en La Otra Feria organizada por ProHumana en la Esatación Mapocho en Noviembre de 2002, Al año siguiente, en 2003, vino Muhammad Yunus a una cumbre global del microcrédito y le escuché por primera vez en la misma Estación Mapocho, hablar sobre “negocios sociales”, concepto que me voló la cabeza. Poder usar la fuerza transformadora de los negocios para resolver problemas sociales. Ahí se sembró la semilla del emprendimiento social en mí, que después brotaría en Kaleidoskopios y Glocalminds.
Acompañando como voluntario en 2005 a la Sra. Mónica, microemprendedora de la población San Luis de Peñalolén, en el programa Emprender Juntos de la Fundación de Superación de la Pobreza, me tocaba explicar la importancia del ahorro y el sentido del valor del dinero en el tiempo. Y ella me comenzó a explicar que tenía con sus amigas un sistema de ahorro colectivo que se llamaba la Polla, que era enteramente funcional en aquel entorno, no bancarizado. Esto fue antes de la Cuenta RUT, que creó el Banco Estado en 2007
En aquel tiempo, había empezado a estudiar un postítulo en Interculturalidad y Desarrollo Local en la Universidad de Playa Ancha. Una de nuestras profesoras nos había interpelado y nos había preguntado: - “¿Cuando estén frente a la alteridad, qué es lo que harán?”
Así que allí estaba yo, hombre blanco, hetero, cis, europeo, alto, sano, con mi acento español, con, con mis privilegios, con mi título debajo del brazo, tratando de explicarle el tipo de interés, el valor del dinero en el tiempo, y allí estaba Mónica, mujer, madre de tres hijos, jefa de hogar, que vendía ropa usada de colera en la feria y humitas en verano, enseñándome de la Polla. ¿Quién era yo para enseñarle algo a Mónica? Si su sistema de ahorro colectivo, basado en la solidaridad, la reciprocidad y el control social entre pares era culturalmente funcional en su contexto y era la única alternativa viable y accesible para ella en aquel momento, ¿quién era yo para colonizar su pensamiento e imponerle una forma de entender la economía que le negaba el acceso a crédito?
En 2007, visité Bolivia por segunda vez, para un encuentro ecuménico de Taizé en Cochabamba, me impresionó el enorme poder de la economía informal en las calles, mayoritariamente liderado por mujeres de origen indígena, sin un registro, sin boletas, sin impuestos, invisible al Estado, a las estadísticas, y por tanto al PIB. En ese tiempo estaba estudiando un Diplomado en Relaciones Internacionales en la Universidad Alberto Hurtado, donde tuve de profesor al argentino Armando di Filippo, que me introdujo a la mirada institucionalista de la economía.
Al año siguiente, de la Universidad Andrés Bello me pidieron impartir el curso de Economía en la carrera de Ecoturismo. Era el segundo semestre del 2008. A partir de septiembre, por la crisis subprime, sucedía que cada martes, los titulares de los diarios de los kioscos del Barrio República ponían en cuestión los supuestos de los modelos económicos que debía enseñar en clase. Sentí un quiebre de sentido, dado que ya no podía seguir enseñando economía de la misma forma que me la habían enseñado a mí. Ni en el fondo ni en la forma. Ni los contenidos, ni las metodologías. En aquel tiempo me acerqué primero a la Economía Ambiental y después a la Economía Ecológica.
Aquel 2008 leí varios libros, “Hacia un Mundo sin Pobreza” de Muhammad Yunus, “El fin de la Pobreza” de Jeffrey Sachs y finalmente “Colapso” de Jared Diamond, que junto a un conflicto socioambiental que viví de cerca en el Santuario Yerba Loca de Lo Barnechea, me motivaron a dedicar mi vida al desarrollo sostenible y a postular a becas para estudiar una Maestría en ese ámbito.
Viajé a Suecia buscando el pensamiento de vanguardia en las temáticas de Sustentabilidad, y allí descubrí que buena parte del fundamento de los modelos y teorías que nos enseñaban estaba basado en el Desarrollo a Escala Humana y las Necesidades Humanas Fundamentales propuestas por Manfred Max-Neef, la autopoiesis propuesta por Humberto Maturana y Francisco Varela, la interacción en los equipos de alto desempeño propuesta por Marcial Losada. Me di cuenta de lo mucho que valoraban en Europa a chilenos como Claudio Naranjo o Rolando Toro. Mi tesis de Master, inspirada por Peter Senge y Otto Scharmer, del MIT y coescrita junto al economista brasileño Elvio Coletinha y la bióloga japonesa Chieko Azuma, consistió en un análisis comparativo de las escuelas de emprendimiento e innovación social para identificar los principios de diseño pedagógicos subyacentes a sus programas de formación de agentes de cambio. Aunque se abrieron algunas oportunidades en el viejo continente, tras el terremoto de 8,8 de 2010, decidimos como familia volver a Chile, para contribuir a la reconstrucción sustentable del país.
En los inicios del programa de Diplomado en Coaching Organizacional para la Sostenibilidad, que desarrollamos entre 2012 y 2015 junto a Claudia Raffo, Enrique Vergara, Mirta Paredes, Marcelo Godoy y Raúl Pacheco, inspirados por el título del libro "Más Platón y menos Prozac", acuñamos el lema “Menos Porter y Más Capra”, como una apuesta por la necesidad de un enfoque sistémico. En los últimos años, he contribuido a la difusión entre mis estudiantes de las propuestas de la Economía Rosquilla de Kate Raworth y la Gobernanza de los bienes comunes de Elinor Ostrom.
En 2019, inspirado por la convocatoria del Papa Francisco a emprendedores y economistas, me uní al grupo "Asís", donde fuimos discerniendo y compartiendo la llamada Economía de Francisco.