Apoyé mi frente sobre la piel de su arrugada corteza. Luego acerqué mi mejilla y, ladeado, el resto de mi rostro. Por un instante, me sentí seguro en su refugio. Protegido por aquella firmeza. Acogido por una inmensa ternura. Aceptado y no juzgado por su compasivo silencio.Lentamente fui entregando el resto de mi tronco sobre el suyo, y durante un momento fuimos un solo cuerpo de corteza y piel, líquenes y barba, raíces y pies, entrelazando mis extremidades y las suyas, inhalando hacia mis pulmones en cada respiración el mismo oxígeno que sus hojas emitían. Algo en mí se estremecía al sentir el leve crujir de sus ramas desnudas al viento.
Sí, lloré. Al mismo tiempo desconsolado y aliviado como un niño perdido en la multitud que se reencuentra con sus padres. En cada lágrima liberé décadas de emociones no nombradas. O tal vez innombrables.
Lo abracé con fuerza por una última vez. Le expresé mi gratitud con una mirada, me despedí inclinando mi cabeza en una sutil reverencia y me sequé los ojos para volver al campamento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario