Corría el año 1987. Yo estaba en cuarto de E.G.B. Tendría unos nueve años. Lo recuerdo como si fuera ayer. Una tarde, después del recreo, Don Alberto subió a la tarima. Tomó una tiza con su mano derecha, se acercó a la pizarra de color verde oscuro, trazó un 6 en la pizarra, se giró hacia nosotros, y nos preguntó:
- ¿Qué es esto?
En seguida, varios de mis compañeros, levantaron la mano, con la convicción de tener en su mente la respuesta correcta.
- Un seis!
- No.
- Un número!
- No.
- Un digito!
- No.
- Una cifra!
-No.
- Un guarismo!
-No
Despertó tal curiosidad en nosotros, que todos y cada uno de los cuarenta niños presentes en la sala levantamos la mano tratando de encontrar la respuesta ante un enigma que parecía tan sencillo como imposible.
Después de múltiples intentos, y viendo que nuestro entusiasmo estaba decayendo, comenzó a trazar otros números, y después otros trazos sin significado. Y volvió a preguntarnos.
-¿Qué es esto?
Tras varios intentos, alguien dijo.
-¿garabatos?
- Sí! - dijo señalando sus trazados en la pizarra - Es un garabato! Esto y esto, y esto también. Son todos garabatos. No es que sea un número que por sí mismo signifique seis, o siete, o nueve. Sino que los humanos nos hemos puesto de acuerdo, hemos llegado a la convención de que ese garabato significa seis. Lo mismo sucede con los otros números, con las palabras o con otros signos y símbolos. Son convenciones. Los humanos se han puesto de acuerdo para que tengan un significado determinado.
Aquello me voló la cabeza. Hoy lo miro en perspectiva y sin duda fue un concepto umbral. Gracias a esa distinción fundamental, muchos años después, pasada la universidad pude entender otras palabras como "paradigma", "epistemología", "construcción social", que hoy uso con frecuencia en mi trabajo.
Don Alberto era un profesor de mediana edad, posiblemente en torno a los cincuenta años. De piel morena, ojos algo saltones, robusto, con visible sobrepeso, las manos grandes. Le gustaba fumar puros. Era habitual en aquel tiempo verlo fumar caminando con sus colegas en el patio, mientras hacían sus turnos de vigilancia, antes de que el Padre Ángel Castro tocara el silbato para señalar el fin del recreo. Solía vestir con pantalón de pana, con chalecos de rombos, camisas oscuras, generalmente con los primeros dos botones de la camisa desabrochados.
Se diferenciaba del resto porque hacía las clases enteramente participativas. Abría espacios de diálogo genuino. nos alentaba a levantar la mano, a debatir, a expresar nuestra opinión, a discrepar y a desarrollar nuestro pensamiento crítico. Al final de aquel año, en el desfile de disfraces del mes de mayo, nuestra clase decidió disfrazarse de chinos. Preparamos un dragón chino y ganamos el concurso de aquel año. El premio fue un día de excursión a visitar el Museo Etnográfico de Artziniega.
Lo recuerdo como un profesor con una paciencia enorme, aunque también en algunas pocas ocasiones llegamos a conocer los límites de su paciencia. De él recuerdo haber escuchado por primera vez la frase "La paciencia tiene un límite". Fue después de pegar un manotazo a un compañero. Recuerdo que le dijo "Me ha dolido a mí más que a ti". Fue la primera vez que vi a un hombre adulto, grande como el solo, reconocer su error y disculparse ante un niño.
Posiblemente, no era un profesor perfecto, como no hay humanos perfectos. Pero era un profesor muy humano. Lo recuerdo con gran cariño y gratitud. Y sin duda, para mi, fue alguien que me mostró que es posible enseñar de manera entretenida, participativa e inspiradora, un sello que busco imprimir en cada una de las sesiones de aprendizaje que facilito en mis clases y talleres.
Allá donde estés, muchas gracias, Don Alberto.
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