Estábamos en quinto de E.G.B. en el Colegio Urdaneta. Nuestro enjuto y demacrado profesor tutor, don Alejandro, era de la vieja escuela. La bata blanca quedaba grande y remangada sobre su pequeño cuerpo de baja estatura. La espalda, algo encorvada por la edad. El rostro, arrugado y de una tez casi amarillenta con pronunciadas manchas oscuras en la piel. Las gafas, de marco marrón y lentes gruesas "culo de botella". Su escaso cabello gris peinado hacia atrás rodeando su amplia calva. La larga y temible regla de madera siempre lista para ejercer algún que otro castigo físico sobre nuestros temerosos cuerpos infantiles. En matemáticas, nos hacía interminables concursos de cálculo mental. Comenzábamos todos de pie y si nos equivocábamos en el cálculo, debíamos sentarnos uno a uno, hasta que quedara el último que ganaba la competencia. Le teníamos un apodo, que no mencionaré aquí, por respeto a su memoria.
Aquel último trimestre, don Alejandro, había enfermado de un cáncer de páncreas y tuvo que dejar de darnos clase. Entonces llegó como reemplazante don Fernando. Un profesor joven, entusiasta, participativo. En matemáticas, don Fernando nos enseñó las sumas de fracciones, y el cálculo de mínimo común múltiplo y máximo común divisor. En ciencias naturales, nos invitó a realizar un herbario para aprender a clasificar las hojas. Para el desfile de las fiestas del colegio, decidimos disfrazarnos de ninjas, pero el nos sugirió que fuéramos ninjas pacifistas. Así que inventó una canción en verso que se convirtió en nuestro himno. El himno de los ninjas buenos. Aún recuerdo algunas de aquellas estrofas, con un pegadizo soniquete.
Somos los ninjas buenos
y no nos gusta matar
ni con flechas con veneno
ni con dardos ni puñal
En las guerras y luchas
al final perdemos todos
muertes y pérdidas muchas
ganancias de ningún modo.
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