Recuerdo que mi padre viajaba periódicamente a Alemania. Asistía a Ferias para buscar nuevos productos para ser su distribuidor. Solía traer regalos y golosinas en su maleta. Era casi un ritual el esperar a que abriera su maleta para sorprendernos con la última novedad: gominolas de regaliz, pitufos, artículos para gastar bromas... Un par de años trajo máscaras de goma de distintos personajes. Máscaras de monstruos y máscaras de payasos que después estrenábamos en la fiesta de Carnavales, en San Sebastián y en La Bañeza.
En la foto, el con su máscara de payaso triste, y yo con la máscara de payaso triste, posando sobre las lluviosas calles de San Sebastián, su ciudad natal, junto a la Catedral del Buen Pastor.
Me fascinaba disfrazarme. Lo hacía en cada oportunidad, ya fuera Carnaval, Nochevieja, o el desfile escolar de disfraces. Era como si, por fin, oculto tras esa máscara, por fín pudiera ser uno mismo.
Recuerdo haberme disfrazado de mimo, de payaso, de fantasma, de hombre lobo, de luna, de cielo, de chino, de inventor loco, de mexicano, de mago, de Merlin, de mosca, de árbol
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