La Tierra y quienes la habitamos hemos entrado en una nueva era geológica. Una era en la que el impacto del ser humano sobre los ciclos naturales tiene un alcance global e irreversible. El impacto es tal, que los científicos han tenido que crear una palabra para nombrarla: el Antropoceno.
Como humanidad hemos sobrepasado sistemáticamente varios de los umbrales planetarios que configuran la capacidad de los sistemas que sostienen la vida tal como la conocemos.
Ya estamos sintiendo la evidencia del cambio climático global, que llegó para quedarse. Nuestros hijos y nietos vivirán un futuro radicalmente diferente al que vivió nuestra generación.
Tengo fe en que, más tarde que temprano, como humanos lograremos una transición global de los sistemas de producción, transporte y consumo. Avanzaremos en el aprovechamiento de energías renovables. Nos esforzaremos en reciclar y lograremos una economía circular. Todo eso es necesario y está bien. Pero tal vez no sea suficiente, o llegue demasiado tarde. Todo eso servirá solo para evitar caer en un escenario aún peor. Pareciera ser que la cadena de consecuencias ya está desencadenada.
Nuestras comunidades, territorios e instituciones ya se están viendo a enfrentadas a situaciones extremas en condiciones y magnitudes nunca antes vistas. Las condiciones que generan mega incendios, inundaciones, sequías... serán cada vez más frecuentes.
Más allá de las poderosas voces del tecno-optimismo, lo que marcará realmente la diferencia en la resiliencia territorial y comunitaria será la capacidad de aprender colectivamente a organizarnos y dotarnos de mecanismos adaptativos que nos permitan tanto prevenir y gestionar los riesgos como articular la colaboración entre instituciones, empresas y comunidades. Bienvenida las nuevas tecnologías a estos procesos, pero bienvenidas también las tecnologías para la acción colectiva.
En mi trabajo como facilitador de procesos colaborativos en diversos territorios, he observado que, si bien existe un amplio acervo de saberes locales encarnados, la sabiduría colectiva no emerge siempre espontáneamente. En contextos marcados por culturas de desconfianzas recíprocas, por historias de abuso de poder, en tejidos sociales deteriorados por juicios y rumores, por narrativas inculpatorias que buscan concentrar la culpa en chivos expiatorios, por proyecciones lineales y anhelos exponenciales, las condiciones psicosocioambientales actúan como inhibidoras invisibles, y a menudo inconscientes, de la tan urgente como necesaria colaboración multiactor.
En el pasado, como especie hemos sobrevivido a siglos, incluso milenios, marcados por guerras, pestes, terremotos, glaciaciones, plagas y todo tipo de amenazas a la vida. Hoy, la mayor amenaza la hemos provocado nosotros mismos como humanos. Los problemas que los humanos hemos creado, los humanos debemos superarlos. Por ello, aprender a colaborar aún a pesar de nuestras diferencias, puede ser nuestra esperanza.
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