La tendencia cultural a evitar conversaciones difíciles no contribuye precisamente a evitar los conflictos, sino que posterga su expresión explícita y perpetúa estados de ánimo marcados por la resignación, el resentimiento, la rabia acumulada y la desconfianza recíproca, deteriorando el tejido social y alimentando narrativas culpógenas, donde "el otro" siempre es acusado de tener la culpa de "mis problemas". Este patrón de atrincheramiento entre los unos y los otros, los buenos y los malos, los míos y los vuestros, tiende a instalarse y reproducirse a sí mismo en el campo colectivo.
Por ello, uno de los primeros trabajos que hacemos los facilitadores es buscar el terreno común. ¿Qué es lo que nos une? ¿Qué tienen en común las partes en conflicto? ¿Qué es lo que desean cuidar?¿Qué les importa realmente? ¿Qué necesidad subyacente genera la tensión?
Cuando colectivamente descubrimos aquello importante que queremos conservar, aquello que tememos perder, tomamos conciencia de nuestra corresponsabilidad, tanto en las causas de los problemas como en las posibles soluciones.
Para lograr llegar a ese punto de co-responsabilidad, es necesario lograr un entendimiento compartido de la dinámica sistémica de los actores y factores que provocan y perpetúan el conflicto. Cuando nos sumergimos en el proceso, tarde o temprano llega un momento en que nuestro sentido de pertenencia se desplaza hacia la pertenencia a un sistema mayor. Cuando las partes descubrimos que pertenecemos a un mismo sistema que nos importa, del cual nos sentimos responsables, nos conectamos con un propósito compartido.
En ocasiones los conflictos, especialmente los socioambientales, se entrampan en lógicas transaccionales que pueden reproducir patrones asimétricos asistencialistas que terminan deteriorando el tejido social. Para superar la lógica transaccional, se requiere evolucionar hacia una lógica trascendental, donde los actores salen de la trampa transaccional y se comprometen con la construcción de una visión compartida del futuro deseado. Ser parte de dicha cocreación de futuro compartido, le dota de sentido al proceso colaborativo, que puede llegar a resultar transformador para las partes.
Muchas veces las conversaciones para resolver conflictos se centran en términos técnicos o jurídicos. Sin embargo, este esfuerzo cognitivo lleva con frecuencia al agotamiento de las partes. ¿Qué posibilidades de abrirían si aceptásemos la sabiduría de la intuición? ¿En qué parte del cuerpo sentimos nuestros conflictos?
En ocasiones he visto como los conflictos generan una carga emocional en los involucrados que les lleva a sufrir una tensión adicional en sus cuerpos. Esta tensión obstaculiza la apertura al aprendizaje necesario para desbloquear los procesos colectivos. Estas tensiones se acumulan dentro y entre cada involucrado, afectando a sus actitudes y comportamientos y por consiguiente, a las posibilidades de transformación del conflicto hacia estados de menor tensión.
Cuando una situación de conflicto cae en un patrón de anquilosamiento y bloqueo, las partes socias en conflicto tienden a naturalizar su situación, a elaborar narrativas que atribuyen la responsabilidad a terceros, eludiendo su propia responsabilidad con discursos auto-desempoderantes que proyectan la agencia (la capacidad de acción) en un otro.
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